En el Palacio Medici Riccardi llega así un viaje que comenzó en 2006, cuando Abel Herrero decidió ‘acoger’ y comisariar en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana la instalación Silencio a voz alta de Claudio Parmiggiani, la mayor Delocación ambiental jamás realizada por el artista, célebre por sus obras de ceniza y humo realizadas a partir de 1970. Esa colaboración artística, coronada en Cuba, se reinterpreta ahora, en Florencia, de una forma más completa y en una instalación inédita en la que confluyen en un único espacio compartido las obras de ambos artistas.
En la Galería de las Carrozas —extraño y extraño juego del destino en el paso de vehículos de tierra a los de agua— cuatro grandes barcas deslizan hacia un destino distante, inalcanzable; o quizás se alejan del punto de partida, con la esperanza de arribar a una tierra desconocida, virginal, para dar inicio a una nueva civilización del arte. Como memorias de un viaje, casi se han convertido en sombras de sí mismas. Viajan en la inmovilidad. Las barcas de Parmiggiani transportan una carga especial, hecha de polvos de diferentes colores, materiales milagrosos, preciosos, la quintaesencia de una historia gloriosa: pigmentos puros, la sustancia inalienable de toda aparición pictórica. Rojo, amarillo, azul y verde. Colores en viaje hacia la luz, fundamento y origen de la mirada, de la sorpresa ante el milagro de lo real que resiste al nulo vacío.
En las paredes, los grandes lienzos monocromáticos de igual pureza cromática firmados por Abel Herrero. Mares de un verde luminoso y ácido, de un amarillo cegador y nervioso, de un azul lleno de profundidad nocturna, de un rojo como la sangre y el néctar dionisíaco, de un negro que mientras esconde, revela el origen de la luz. Grandes superficies agitadas, un mar de color, olas inmóviles que cabalgan una tras otra, una sobre la otra, que nos enfrentan como muros saturados de color. Herrero realiza una reapropiación contemporánea del clásico tema de la vista marina, que aquí se convierte en una representación de la condición humana.
Con sus instalaciones, Parmiggiani llega hasta la desaparición del objeto, penetrando en el mundo inmaterial de la idea, en los límites de lo absoluto e inalcanzable, pero confiando a las cosas la ‘encarnación’ de lo divino en lo real, el desvelamiento de lo invisible en el mundo de las cosas. Un par de zapatos desgastados, una campana, un montón de libros, el calor de una estatua, una vieja lámpara de aceite, barcas y pigmentos. El cuadro es posible solo confiando a los objetos la belleza y la verdad, a los pigmentos de colores la historia y supervivencia de la pintura. Como cuando confía a la sombra y al humo la presencia real de las cosas, a la memoria la presencia del pasado. De manera similar, Herrero acepta el reto de la abstracción sin renunciar a la inmanencia de la pintura, a la estructura reconocible de la visión naturalista, única vía posible para el pintor para imaginar lo infinito y lo ilimitado, cuando todo se ha reducido a alcance de la mano y cada forma de vida se ha consumido digitalmente. Todo, incluso el origen del universo. Todo misterio, incluso el de la luz y su contrapartida, la oscuridad. Como en Parmiggiani, también en Herrero persiste la maravilla por el milagro de la mirada, que es luego el reconocimiento contemplativo de lo real. Ese vertiginoso abrirse de lo divino y lo infinito tanto en la cosa como en la obra de arte.
Un intenso diálogo donde la obra de Parmiggiani, instalada pero fuertemente marcada por la narración pictórica, sufre una metamorfosis que convierte el movimiento horizontal de las cuatro esculturas, cargadas de pigmentos de colores, en una catarsis vertical hecha de grandes lienzos saturados de color puro, de pura luz.
Con motivo de la exposición, se publicará un catálogo con textos del comisario y contribuciones críticas de Andrea Cortellessa y Walter Guadagnini.